La chica de la mesa cuatro
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«15 DE JULIO»
Me senté junto a ella y esperé paciente. Mientras, la observé. Tenía el rostro de facciones
suaves y, aunque marcadas por el paso del tiempo, transmitía esa energía y vitalidad que solo
puedes encontrar en algunas personas, independiente de su edad. Entre sus cabellos de color
ceniza, perfectamente colocados en un moño, asomaba la resistencia de la juventud en forma
de algún pelo negro como el carbón. Se giró y me atravesó con su mirada marrón chocolate.
Sabía que tiempo atrás había sido una mujer de fuerte carácter, y en la familia se decía que yo
tenía mucho en común con ella. Suspiró.
—No sé por dónde empezar—me dijo. Se llevó la taza de té a los labios. No nos gusta el
café—. ¿Has oído hablar alguna vez de que en la vida tendrás dos personas por las que sentirás
dos tipos de amor? —me preguntó.
Asentí. Lo había leído en algún libro, quizás en alguna película o algún texto compartido
por algún conocido en Facebook.
—Pues creo que es verdad. Siempre lo he sospechado, pero ahora puedo asegurarte que
es cierto —me dijo con seguridad.
Miró más allá de la cristalera de aquella inmensa terraza y su mirada se perdió en un sinfín
de recuerdos. Fuera brillaba el sol como sólo podía hacerlo en una calurosa primavera a
comienzos de junio.
—Abuela, ¿tu sientes amor por alguien más que no es el abuelo? —le pregunté
sorprendida. En mi mente, mis abuelos habían sido la pareja perfecta cuyo amor había durado
pese al paso de los años y las dificultades de la vida. Con las pocas cosas que duran hoy en día,
como solía decir mi abuela, sólo el fallecimiento de mi abuelo pudo separarlos.
—Oh, niña, no me malinterpretes. Tu abuelo ha sido el hombre de mi vida —me contestó
frente a mi atenta mirada—. Hemos pasado por momentos difíciles, eso te lo puedo asegurar.
Y no se trata de crisis puntuales, la vida nos pone a prueba cada día que pasa. Una relación
siempre es un tira y afloja donde hay que encontrar un equilibrio. Pero sí, fue el hombre de mi
vida. Y no porque nos uniera el destino, ni ningún hilo rojo. ¡Pamplinas! Se lo ganó día a día. Si
buscas un buen compañero de vida, escoge aquel que se involucre, pero de verdad, no que te
haga sentir una princesa. ¡Eso es para los cuentos!
Mi abuela tenía unos pensamientos bastante acordes, o incluso más avanzados, a la época
que estaba viviendo, al contrario que otras señoras de su edad. Siempre se había considerado
feminista, pese a que ese término aún no era muy conocido ni se utilizaba con tanta frecuencia
en los medios de comunicación. Insistía a sus nietas que debían ser independientes y no
necesitar a ningún hombre para valerse por sí mismas.
—Y todos los años que hemos pasado juntos han sido inolvidables, no cambiaría
absolutamente nada porque si no, hoy no estaría sentada frente a mi preciosa nieta —finalizó
su monólogo.
Yo me encogí de hombros y le sonreí tímidamente. Sentía cómo los ojos se me empañaban
por pura emoción, siempre he sido muy sentimental y más cuando se trataba de mi abuela.
Desde que murió mi abuelo, solía visitarla con más asiduidad, especialmente porque el simple
hecho de pensar que se sentía sola me producía un tremendo malestar. Ella me contaba
innumerables historias y no sabría decir quién disfrutaba más, si ella o yo. Me gustaba mirarla,
descifrar los enigmas de sus ojos cansados. Aquel día, me había atrevido a preguntarle por uno
de ellos con la timidez que me caracterizaba a mis quince años. Una timidez que acabaría
perdiendo a base de experiencias y retos a los que me enfrentaría la vida.
—¿Por qué tienes claro que en la vida sentirás dos tipos de amor? —le pregunté.
—Verás —me dijo cogiéndome de la mano—, hace muchos años, antes de conocer a tu
abuelo, estuve con otro hombre. Nunca he hablado mucho de él. Le conocí muy joven, cuando
empecé a trabajar en la tienda del pueblo, y desde el primer momento conectamos a la
perfección. Él era mayor que yo, impulsivo, divertido, e irremediablemente me enganché a su
peculiar forma de ver la vida. Sin embargo, sabía que de alguna manera no sería una relación
duradera.
Se calló repentinamente y volvió a sumirse en los recuerdos.
—Puedo recordar su cara perfectamente —me susurró con la mirada perdida—, como si lo
tuviera aquí sentado.
Le apreté la mano con fuerza, desconocía que mi abuela pudiera tener ese tipo de
sentimientos por otra persona que no fuera mi abuelo. Al fin y al cabo, es una persona mayor,
y cómo nos equivocamos al pensar que a su edad ya no hay pasiones ocultas.
—¿Qué pasó? —le pregunté.
—La vida, imagino. Al final lo dejamos porque él era incapaz de querer a una sola persona,
porque tenía miedo al compromiso y, al fin y al cabo, éramos muy jóvenes por entonces.
“Ojalá te hubiera conocido más tarde”, me solía decir él. ¿Pero sabes qué te digo?
Negué con la cabeza en silencio.
—La vida son instantes. Hay oportunidades que sólo se presentan en un momento
concreto, como el tren que sólo pasa una vez por la estación. Muchas veces las cosas no salen
como queremos, pero no por ello nos tenemos que rendir. Hay que aprovechar cada momento
y, créeme cuando te digo que yo estaba dispuesta a luchar, a querer sin condiciones. Pero él, él
no.
—¿Y no lo volvisteis a intentar? ¿Más tarde quizás? —le pregunté.
—La vida nos volvió a juntar en varias ocasiones a lo largo de todos estos años, y al
principio fue difícil. Es complicado no mezclar los sentimientos con los recuerdos y, muchas
veces, creemos que echamos de menos a una persona que ya no existe, que ha cambiado.
Pero lo que echamos de menos son los momentos que vivimos con ella y que ya no
volveremos a vivir —mi abuela calló unos segundos—. Aunque, de vez en cuando, cierro los
ojos y me acuerdo de él, pienso en lo que pudo haber sido. Pero eso apenas dura un instante.
—La verdad es que es una historia muy triste abuela, siento mucho que pasaras por eso
—dije con la voz entrecortada y la inocencia de quien aún no ha experimentado lo que es un
amor y lo que es una ruptura. En el fondo, estaba feliz porque su historia no hubiera llegado a
buen puerto y finalmente hubiera conocido a mi abuelo.
Ella se giró, me miró a los ojos, y me sonrió con ternura. Probablemente pensó que sólo
era una adolescente que no sabía de lo que hablaba y que no la entendía.
—No lo sientas cariño. Si ahora me dieran la posibilidad de cambiar las cosas, de haber
continuado con él o de haber vuelto a intentarlo, mi respuesta sería un rotundo no. Porque
hubiera vuelto a escoger a tu abuelo una y mil veces. Porque hay personas que no saben
querer y, a la larga, sólo me hubiera supuesto más dolor. Un día, alguien, hace muchos años,
me dijo que el dolor es inevitable pero el sufrimiento es opcional. Y qué razón tenía. Tu abuelo
fue lo mejor que me ha pasado en la vida. Espero que, dentro de mucho, porque aún eres muy
joven, también encuentres a alguien que te haga sentir así. Y, quizás, antes encontrarás otro
amor, pero sabrás que no es el definitivo.
Seguimos hablando hasta que el cielo se tornó naranja y luego púrpura para sumir nuestra
enorme terraza en la oscuridad. Lo que más me gustaba de la casa de mi abuela era aquella
terraza acristalada con vistas a su jardín, rebosante de flores aquella primavera. Yo me levanté
y encendí una pequeña lámpara que se encontraba al fondo de la estancia, sobre una pequeña
mesa de madera. La tenue luz inundó la terraza y, cuando volví a mirar a mi abuela, la vi más
mayor, más cansada, pero también más sabia. En ese momento supe que algún día me tendría
que abandonar, y aquel día sería terrible. Pero también pensé en lo afortunada que era por
compartir momentos así con ella.
Me senté a su lado y no pude contener mis ganas de darle un abrazo. Pensaría que era una
ñoña. Ella me devolvió el abrazo y me dijo:
—Vive la vida al máximo. Enamórate cada día, de todo, de tu trabajo, de tus amigos, de tu
casa y de tu pareja. Si te hacen daño no te preocupes, el tiempo todo lo cura. Y si no, fíjate en
mí. Tal vez no lo haga todo lo rápido que nos gustaría, pero lo consigue. Y cuando te partan el
corazón, porque es probable que pase, acuérdate de este momento. Todo llega y todo pasa, y
acabarás encontrando el quién y el dónde.
Años después, un 15 de julio, recorrí el paseo que conducía fuera del pueblo en el que vivía
mi abuela, donde comienza la arboleda, para plantarme frente a una puerta negra de hierro
algo oxidada. Le empujé y se abrió con un chirriante sonido metálico. Avancé buscando su
nombre. Lo encontré escrito sobre una piedra blanca, rodeada de flores y dedicatorias.
Acaricié las letras grabadas sobre la piedra y las lágrimas recorrieron mis mejillas sin poder
evitarlo.
—Te echo de menos, abuela —susurré.
Sabía que eso no era lo que ella quería. Me la podía imaginar moviendo la cabeza con
reprobación, acusándome de sensiblera y delicada. Así que me limpié las lágrimas con la mano,
y sonreí. «Gracias abuela, nunca olvidaré aquella conversación en la que tú fuiste más niña y
yo me hice más mujer».