No sé quién tiene la culpa.
No sé si fue Sandy rizándose el pelo y fumando cigarrillos para llamar la atención de Danny Zuko, que hizo lo propio tratando de comportarse como un niño de bien. No sé si fue Jack hundiéndose en las profundidades para ceder su trozo de tabla, o Rose acordándose de Jack antes de tirar aquel pedrolo al mar. Tal vez fue Baby en los brazos de Johny volando más alto que cuando me tomo tres copas, o Allie volviendo a los brazos de Noah bajo la lluvia, dejando tirado a su prometido, que lo entendió perfectamente (maldita sea, ¿Quién se resiste a Ryan Gosling?).
Quizás fue Bella cuando decidió hacerse vampiro y renunciar a su familia y seres queridos por estar junto a Edward. Yo qué sé, quizás todo empezó mucho antes, cuando el príncipe despertó a Blancanieves de la maldición con un beso de amor, ¿o quizás esa era La bella durmiente?
El caso es que hemos crecido con estas películas, estas historias de amor que se nos colaban a través de la pantalla y nos susurraban al oído que nuestro príncipe azul estaba ahí fuera, en la intemperie, buscándolos para salvarnos. Que eso que sientes cuanto te comes una pizza en tu casa, con una copa de vino y Netflix de fondo, no es felicidad, porque te falta tu media naranja al lado. Y tu perro no cuenta.
Total, que yo me lo creí. No entendía por qué Molly y Sam podrían pasárselo tan bien guarreando con la arcilla y yo no tenía ni plastilina. Pero es que, ay, qué poco sabía yo por entonces. Y cuánto he aprendido a base de lágrimas, decepciones, y croquetas. Y sigo aprendiendo, y sigo entendiendo, y volvería a ver cada una de estas películas, aunque ya no sea con los mismos ojos.
Qué más da de quién sea la culpa, si ya nos hemos dado cuenta. Que no hay que cambiar por nadie, que no necesitamos a nadie para ser feliz, y que el único amor que salva, que llena, que arrebata, es el amor propio.