SECCIÓN: CONFESIONES DE UNA TREINTAÑERA.
El lunes fui a comprar al súper y en el pasillo de los cereales me encontré a un niño de unos seis años comunicándole a su madre que quería unas galletas de chocolate. Se retorcía en el suelo mientras gritaba algo inteligible que parecía latín, soltando chillidos agudos que resquebrajaban el mostrador de la charcutería, y no había duda de que el niño quería esas malditas galletas de chocolate. Ojalá yo tuviera esa energía los lunes, o cualquier día, vaya.
Su madre lo observaba a una corta distancia mientras se planteaba si decirle que no una vez más, ignorarlo, cargarlo como a una bombona y llevárselo, o rendirse y comprarle toda la sección de galletas. Una mujer mayor lo miró con desdén y la madre me miró con una mezcla de cansancio y vergüenza, y yo la miré en plan… Chica, ven, que te abrazo, que no sé qué día llevarás hoy, pero resiste, aguanta, sal del pasillo y aléjate de esa droga azucarada.
Me fui a la sección de los yogures a meter la cabeza en el frigorífico porque los gritos casi me provocan una hemorragia interna y pensé en mis amigas con hijos, en mi madre y en las madres del mundo, también en los padres, eh, pero sobre todo a las madres. Porque yo misma confieso con vergüenza que he caído en el error de señalar a la madre, como si el padre tuviera que ocupar otro lugar, y encima sin tener ni pajolera idea de qué es la maternidad.
Cuando el bebé de mis vecinos no nos dejaba dormir los domingos de resaca, mi madre nos decía que algún día nosotros le hicimos eso a otro vecino, y que algún día lo harán nuestros hijos, si los tenemos.
Mi amiga Clara tiene dos hijos pequeños más monos que nada, pero cuando se enfadan me acojonan. Yo creo que ella es una madre de once, y cuando me dice que unas y otros le recomiendan hacer una cosa, pero que ella siente que debe hacerlo de otra manera, le digo que son sus hijos y que haga lo que le salga de ahí.
Y cuando me pregunta que qué tal voy y son las tantas y le digo que sigo en la oficina y me dice, tía, trabajas muchísimo, le digo que no, que para curranta tú, que trabajas y cuidas a dos niños, puta ama, ser mitológico madre de dragones. Y cuando me dice que ojalá tuviera más tiempo para ella misma, que a veces no se reconoce, y que siente cosas que yo no llego a entender, la abrazo en la distancia, porque a mí me cuesta regar las plantas, y ella durmiendo cuatro horas levanta las calles.
Así que desde aquí quiero lanzar un mensaje, que ojalá llegue a la chica del supermercado: no sientas vergüenza, no pidas perdón, eres una monstruo, luchadora, y lo haces fenomenal. Fuck galletas.