SECCIÓN: CONFESIONES DE UNA TREINTAÑERA.
Mi abuelo tenía una caja de pastas muy ricas que guardaba para las visitas. Supongo que lo aprendió de mi abuela, porque él era más de embutido y de mira qué bueno este jamón, y te partía una loncha que parecía un filete. Guardaba las pastas encima del armario de su habitación, y el caso es que, de tanto esperar la visita, a veces se ponían blandengues, pero yo no le decía nada, porque eran las pastas de las visitas, y él se sentía satisfecho cuando nos atendía bien, tal y como lo hubiera hecho mi abuela.
Paralelamente, en otro espacio físico y temporal de mi vida, me encontraba mirando con el ceño fruncido unas botas en un Zara cualquiera. No eran unas botas, sino «las botas». LAS BOTAS. Ya ves tú, no eran muy caras, pero por entonces yo estaba de becaria en un puesto mal pagado y el alquiler compartido no se pagaba solo. Pero, ay, con todo lo que trabajo, si no me acuerdo de la última vez que me compré algo, y me estoy currando la vida, que ya llevo varias semanas haciendo diez mil pasos diarios y me estoy ahorrando el gimnasio porque ya se sabe que andar es buenísimo, que sigo apurando jerseys de cuánto iba al instituto, y total, que me compré las botas.
Me las puse una vez. Fue el día de mi cumpleaños, eran granates, preciosas y me envasaban los pies al vacío porque me quedaban pequeñas. No había más tallas, y por entonces pensaba que para estar guapa había que sufrir, y yo sufría con gusto en mis botas granates.
No me las puse más. Esperaba una ocasión especial que nunca llegaba. Y mis botas se quedaron encima del armario. Cuando me las encontré años después, palpando con la mano porque el armario era muy alto y había que ponerse de puntillas, las encontré y flipé.
Las miré unos segundos, o quizás fueron horas, clavada de pie en la habitación, con las manos llenas de polvo y me dije que nunca volvería a dejar para después. Que no buscaría ocasiones especiales, ni guardaría por si acaso. Que ya suficiente esperamos en la vida, a tener ahorrado lo suficiente, a salir del trabajo, esperamos en la cola del súper, esperamos que alguien nos diga esto y lo otro, a que llegue el metro, y esperamos y esperamos y la vida se pone blandengue. Se reviene, como las pastas de mi abuelo.
Y cuando me viene mi amiga y me dice que sí, que se va de viaje un mes sola por Asia, que no quiere posponerlo más y yo le digo ole tú, puta ama, que te has saltado el juego. Y cuando me viene mi otra amiga y me dice, oye, que ya está, que voy a ser madre, porque el momento perfecto no va a llegar y me lanzo a la piscina. Y le hago una ovación, le hago la ola.
Porque mañana mañana la vida nos coge polvo, y no tenemos que demostrar nada a nadie. Porque si hoy tuviera esas preciosas botas granates me voy con ellas a comprar el pan, no me las quito ni para pasear al perro. Porque a veces hay que cansarse de esperar, y comerse la caja entera, antes de que se revenga.